OMEGA.
Al principio, pensé que eran fuegos
artificiales, cohetes y explosiones multicolor que iluminaban el cielo nocturno
acompañados de fuertes estruendos. Me abrazaba a la pierna de mi padre,
mientras las farolas orbitales nos encendían con su fulgor carmesí.
Ese día transcurrió como muchos otros; yo debía
tener unos ocho o nueve años entonces; mis padres se preparaban para salir a la
fiesta familiar, mientras que yo jugaba. Salimos de nuestra casa y viajando en
auto, cruzamos gran parte de la ciudad hasta llegar a casa de mis abuelos. Ahí
ya estaban algunos tíos y primos con los que comencé de inmediato a jugar. Al
rato cenamos y pronto se ocultaba el sol en el horizonte, mientras que la
reunión seguía su curso.
De pronto, se fue la luz, todo se apagó y por
unos segundos hubo un silencio total. Mis tíos comenzaban a hablar, pero no
entendía de que se trataba; tenía miedo y solo quería encontrarme con mi
familia. Corrí por el patio hasta la entrada de la casa, cuando sentí por primera
vez como se sacudió el suelo, el tremendo espasmo me lanzó contra la pared, ahí
me quedé un tiempo que se sintió como una eternidad. Oí a mi padre gritar mi
nombre y al fin me levanté para ir con él.
Había una tremenda conmoción, la gente corría y
gritaba por toda la casa. En esos momentos no sabía que pasaba y me sostenía
fuertemente de la mano de mi padre. Salimos a la calle y vimos mucha gente
mirando al cielo que ya se iluminaba con un color rojizo. Lejos se veía una
columna de humo que subía hasta lo más alto del horizonte. Mi padre me tomó para
cargarme en sus brazos mientras mi madre cubría mi cabeza con sus cálidas
manos; corrimos por la calle hasta llegar a una casa grande llena de gente. Al
entrar, nos hicimos paso por la habitación hasta llegar a unas escaleras,
cuando subíamos, un terrible sonido sacudió toda la casa e hizo poner de
rodillas a casi todos.
Llegamos a un balcón y con ayuda de otras
personas, subimos a la azotea de la casa. La vista era increíble, se veían
muchas otras casas con gente en sus techos, todo el lugar se iluminaba por los
destellos del cielo al mismo tiempo que los oídos se inundaban de gritos
desesperados. Estábamos rodeados de gruesas columnas de humo y entreveradas en
las oscuras nubes, se notaban unas venas chispeantes de color rojo, naranja y
amarillo, acompañadas de destellos azules y verdes.
Otra explosión sacudió la casa, esta vez muy
cerca. Mi padre me abrazó de la cabeza y no podía ver que sucedía. Comencé a
sentir un intenso calor que envolvía mis piernas y brazos mientras el ambiente
se llenaba de un olor tostado y madera quemada. Lo que sucedió después, no
tiene lógica alguna, cada día que pasa sigo sin entender que sucedió
exactamente.
Las calles del lugar se comenzaron a llenar de
lava, el fluido rojo fulminante avanzaba con furia cubriendo en llamas todo a
su paso. Los gritos se hicieron mucho más desesperantes cuando el nivel del río
de fuego subía desmedidamente. Más explosiones de oían por todo el alrededor,
columnas de humo se elevaban al mismo tiempo que brazas incandescentes llovían
desde el cielo.
Mi padre me subió a sus hombros al ver que la
lava subía hasta el balcón, ahogando los gritos alterados de la gente que era
consumida por su masa ígnea. No podía creer como la pastosidad ardiente
sumergía todo lo que tocaba y el fuego comenzó a ascender hasta donde
estábamos. Mi madre, en medio de gritos y llanto en su rostro, se amarró de la
cintura de mi padre y la muchedumbre de personas debajo de mi comenzaron a
aglomerarse en el último rincón elevado de la estructura. Pronto, ésta comenzó
a inclinarse, como si el río de magma tomara el edificio a bocados.
No había a donde ir y la lava seguía absorbiendo
todo lo que estaba debajo, cuando vimos que el flujo empujaba un pedazo de
edificio que parecía flotar en la corriente a unos cuantos metros de donde
estábamos, pero no nos podíamos mover… por lo menos, no todos.
La lava comenzaba a endurecerse en unas
secciones, pero el calor era abrumador, no podía respirar, ni abrir los ojos, mucho
menos hablar; burlonamente congelada en medio de un mar de fuego.
Con ayuda de los de abajo, mi padre comenzó a
moverse hacia un lado. Me acarició una mejilla con su mano caliente y tiznada,
con lágrimas en los ojos, pero con un decisivo semblante, pronunció las últimas
palabras que le escuché decir: “Tienes que vivir” dijo enfáticamente al momento
que pegó un brinco desde la columna manos que formaban las personas que
lentamente se derretían en el intenso calor. Conmigo en sus brazos, dio unos
saltos en las partes más sólidas, aunque solo eran delgadas costras que se
formaron con el aire, vapor y jugos de las personas ahogadas en la superficie.
Con cada paso que mi padre daba, sentía como
sus pies y piernas se quemaban al hundirse en la roca fluida. Unos cuantos
metros más y me lanzó con todas sus fuerzas por un agujero que había en el
concreto de la saliente del edificio. La estructura se movía lentamente con el
flujo interior; apenas logré asomarme por el agujero del edificio, cuando vi a
mi padre desplomarse en la incandescente superficie y como su cuerpo se
envolvía en llamas. Detrás de él, a unos metros logré ver a mi madre dentro de
una columna de hollín, besó su mano y lanzó un ademán en mi dirección, ese
último cariño voló entre llamas, brazas, humo y azufre, para rozar mi rostro
cubierto de lágrimas como el cálido toque de un ángel.
El edificio seguía moviéndose lentamente. El
fuego achicharraba cualquier objeto, las vigas de acero se retorcían, los
estruendos de las explosiones y las virutas de braza explotando en el aire era
lo único que podía escuchar. El abrumador ambiente no dejaba moverme
libremente.
Quién sabe qué tanto tiempo pasé sollozando en
una esquina, aferrándome al recuerdo de mi familia. Olía a quemado y cada superficie
estaba cubierta de hollín.
Más tarde, todo quedó en completa oscuridad y
serenidad.
Llegó el momento en que un débil rayo de luz
coqueteó con la mejilla de la niña. Al abrir el ojo pudo ver que las oscuras y
pasmosas nubosidades se habían adelgazado lo suficiente como para permitir el
paso de un fragmento de la luz del sol. Buscó a su alrededor, la habitación
arrancada del edifico era un espacio de condominio, lo que alguna vez fue el
hogar de alguna persona o familia, había algunos objetos abatidos y regados por
el lugar, estaba inclinado y torcido, pero funcionaba bien como refugio.
Miró hacia afuera en búsqueda de algo de
esperanza, sólo para toparse con un panorama infernal, al parecer había
llovido, podía ver algunos charcos burbujeantes; la incandescente lava se había
secado convirtiéndose en un terreno negro ondeante, no podía percibir el
horizonte y en su visión inmediata no había más que ese panorama irregular de
rocas ígneas.
Pudo encontrar comida en lo que quedaba del
golpeado refrigerador, así como algunos otros alimentos esparcidos fuera de las
alacenas; utensilios domésticos, algunos muebles rotos, plantas e incluso
libros, los que serían sus mejores compañeros en los tiempos por venir.
Pasó mucho tiempo para que la negra y árida
roca de afuera dejara de quemar al contacto, cuando esto sucedió, poco a poco,
la niña fue explorando a los alrededores del refugio, cada vez un poco más,
abarcando más distancia con cada incursión.
Con el tiempo, el aire se fue aclarando y podía
ver más lejos en el horizonte, sin embargo, todo lo que miraba era ese terreno
desolador e inhóspito. Las ondas de la roca fundida hacían colinas que subían y
bajaban, se atravesaban a la vez que chocaban en sí mismas. Esparcidos en el
lugar, había restos de edificios derrumbados y torcidos, fulminados y devorados
por el mar de lava que eructó de la tierra esa fatídica noche.
Pronto se dio cuenta que estaba sola. En su
aislamiento descubrió el silencio de la desolación, el piar de alguna ave que
se perdía en el horizonte, el ulular del viento que pasaba a través de las
ruinas creando una canción natural y con el pasar de los días, se encomendó a
cumplir el último deseo de su familia: sobrevivir.
Los días pasaban sin cesar y hubo momentos de
desesperada escasez, pero siempre encontraba alguna solución. Un día, notó un
broto de una planta en la roca negra; ya no estaba sola, podía contar con las
plantas como compañía. Los diferentes objetos que podía recolectar en sus
excursiones, la ayudaron a transformar su refugio un hogar adecuado para vivir.
Hasta que un día, ese hogar tenía todo lo que
podía necesitar. El torcido edificio funcionaba como habitación, los ángulos
inclinados de las paredes eran como techos a dos aguas y a través de las
filtraciones en los días de lluvia, recolectaba toda el agua que necesitaba en contenedores.
Afuera sobre la roca negra, había crecido un tupido pasto, justo al salir del
hueco que hacía de entrada principal, había plantado las macetas y otras
plantas recolectadas en las ruinas, algunas de ellas, dieron frutas que servían
de buena fuente de alimento. Libros y objetos encontrados le servían de
compañía para pasar el tiempo. Su solitaria vida se convirtió en un desafío de
supervivencia.
Al transcurrir las temporadas, la naturaleza
fue reclamando su terreno.
La bulliciosa ciudad había desaparecido,
enterrada en un lejano recuerdo, como un sueño fantástico e inalcanzable. El
pasto, helechos y algunos arbustos, comenzaban a cubrir el horizonte. El paso
de las aves cada vez era más constante e incluso comenzaron a aparecer algunos
animales pequeños. Cosas que jamás pensé ver de nuevo.
Un día, me encontraba descansando en una
colina, disfrutando de una fresca brisa mientras miraba el paso de las nubes en
el cielo, se acercaba la temporada de lluvias. Cuando esa paz fue interrumpida
por un sonido como un rayo, pero no un trueno normal, algo diferente que no
podía explicar. Por un instante, mi cuerpo se estremeció al pensar en el lejano
recuerdo de las columnas de humo flameante, pero el ruido no era tan intenso y
la tierra no se sacudió.
Noté en el cielo que se comenzaba a dibujar una
nubosa línea y por delante, una esfera brillante. La seguí con la mirada,
mientras que más adelante se comenzaba a distinguir. Una especie de vehículo
volador como nunca antes había visto. La cápsula descendió con tal velocidad
que casi no pude ver por donde se había ido, para luego perderse tras una
colina. Decidí ir a investigar.
Al pasar esa colina, había una estrepitosa
bajada a un valle, una depresión causada por derrumbes y erosión del agua en
las ruinas sepultadas. Ya había visitado ese lugar antes, el paso es difícil,
pero igual tenía que ver que era lo que había llegado desde el cielo.
En poco tiempo alcancé una posición elevada
donde podía apreciar todo el valle hundido. Ahí estaba esa cápsula de metal
brillante, sus colores plateados destellaban con los reflejos del sol que se
filtraba por las aberturas de las nubes. La puerta del orbe estaba abierta y se
veían en su interior un sinnúmero de luces parpadeantes y controles
electrónicos.
Ahí estaban ellos, un par de siluetas plateadas
que volteaban a su alrededor, portaban cascos con cristal dorado, botas y
guantes gruesos, en sus espaldas llevaban una mochila con algunas mangueras que
se conectaban a varias partes del traje. Uno de ellos se hincó frente a un
arbusto con flores y tocó las plantas con sus indiferentes atavíos.
Después se tomó del casco y con un medio giro
lo desprendió de su vestimenta. Un largo cabello amarillo salió mientras se
removía el casco; al bajarlo, una hermosa y joven mujer descubrió su rostro. Yo
estaba paralizada de asombro y emoción, quería gritar de alegría al ver de
nuevo una persona, pero mis músculos se tensaron y mi voz se agrietó en un
quejido al momento de querer pronunciar una palabra.
La segunda persona se removió el caso y era un
apuesto joven de cabello café. Ambos comenzaron a apreciar la vegetación;
arrancaban una flor por ahí y unas hojas por allá, oliendo sus fragancias al
mismo tiempo que compartían los hallazgos uno con el otro.
Yo estaba agazapada tras una roca mohosa, con
las manos sujetaba el húmedo fango y levantaba ligeramente mi vista por el
borde para apenas lograr ver a esos impresionantes visitantes. Los observé por
un largo rato, cuando de pronto un chillido comenzó a sonar en la nave. Uno de
ellos entró y salió al poco tiempo, con su brazo indicó hacia mi posición y
ambos comenzaron a avanzar por el páramo con inquietante curiosidad.
Al acercarse, uno de ellos me vio y gritó una
palabra indescifrable. Pegué un brinco y me recosté sobre la roca que estaba a
mis espaldas. Gritaron una segunda y una tercera vez sin que pudiera entender
lo que decían, hasta que logré comprender una palabra de saludo amistoso. Mi
mirada curiosa se volvió a ellos, quienes ya estaban a un par de metros,
cautelosos y curiosos me observaban como algo extraño, de la misma manera que yo
lo hacía. Unos momentos después, les contesté el saludo y ambos asintieron.
Nos sentamos en las rocas mientras me hacían
varias preguntas, el joven tomó de su espalda un contenedor y me lo ofreció,
era un agua insípida, pero muy refrescante y helada. Platicamos sobre cómo
había vivido estos últimos años, donde estaba mi refugio y si había alguien más
o había visto a otras personas. Mientras les respondía, no podía apartar los
ojos de sus hermosos rostros, con sus ojos llenos de asombro y fascinación.
Ahora un sonido se emitió desde la parte del
antebrazo de su guante, lo acercó a su cara y contestó al aparato. Con una gran
sonrisa, me tendió la mano para que los acompañara. Yo quería volver a mi
hogar, enseñarles todo lo que tenía y tal vez leerles una historia de mis
viejos libros. Pero insistieron que subiéramos a su nave. Entramos y me
sentaron en un cómodo sillón en la parte trasera, me colocaron una máscara y
apretaron unos cinchos que comprimieron mi pecho hasta casi doler.
Presionaron botones, movieron palancas y
pulsaron pantallas hasta que la cápsula comenzó a sacudirse, cerré los ojos
mientras que el movimiento me aventaba de un lado a otro, pero el cinto me
detenía en mi asiento, pronto sentí una presión en todo mi cuerpo, podía sentir
como mi cabeza se aplastaba en mis hombros y mis piernas perdían fuerza. Luego,
fue más estable y estábamos volando por las nubes. La ventana frente a donde
estaba sentada me dejaba observar todo el panorama, podía ver como la
vegetación cubría gran parte de la tierra negra, tiempo después pude ver el mar,
no sé qué tan lejos estaba de mi hogar, pero pude verlo mientras nos alejábamos
más allá del cielo.
Pronto vi el planeta, su brillo era excepcional
contrastado con el negro absoluto que había sobre él. Al seguir avanzando tuve
un momento de excitación, un miedo peculiar a la expectativa de lo desconocido,
como los primeros días que estuve en esas ruinas. En ese momento, comencé a
pensar en todo lo que había hecho desde entonces y un abrumador recuerdo de mi
padre encogió mi corazón, sentía como las lágrimas corrían por mi mejilla y
humedecían la mica de la careta que llevaba puesta.
Pude ver mi reflejo en la ventana, aunque veía
mi rostro constantemente mientras vivía en mi refugio en la tierra, nunca me
percaté de mi aspecto y por un instante me desconocí totalmente. Tal vez fue el
impacto de ver a esos jóvenes o la relajación de saber que ya no estoy sola,
pero pude ver en mi algo que no había notado antes.
Mi largo y desparpajado cabello estaba pintado
con mechones plateados, las arrugas invadían mi tiznado rostro, mis
desquebrajados labios acentuaban las marcas de alrededor de mis ojos, mi cuello tenía marcas cicatrizadas, así como mis piernas y brazos. Nunca tomé en
cuenta mis heridas, ni siquiera recuerdo haberlas tenido. Mi piel tostada se
veía fibrosa con las marcas de los músculos y tendones. Mis huesudas manos
estaban cubiertas de pecas y manchas, mis uñas llenas de barro. Mi abrigo
estaba hecho con viejos ropajes y algunos otros materiales fibrosos, de seguro
tenía un mal aspecto y un olor desagradable, a comparación de estos prolijos cosmonautas.
Todo ese tiempo, nunca me percaté de mi
persona, simplemente dedicaba todo mi tiempo, todo mi esfuerzo a cumplir esas
últimas palabras que escuché de mi padre y así, tuve que sobrevivir.
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